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domingo, 6 de abril de 2008

Fallece Antonio Cabezas, Catedrático emérito de la Universidad de Kyoto

El profesor de 77 años, reconocido uno de los mayores expertos en cultura japonesa a nivel nacional, recibió sepulrura el pasado día 3 de Abril a las 18.30 en el cementerio de la Soledad.

El profesor onubense Antonio Cabezas, catedrático emérito de la Universidad de Kyoto, falleció el día 2 de Abril a la edad de 77 años, cuando se encontraba ingresado en el Hospital Juan Ramón Jiménez de Huelva, según informó en una nota la familia.
Cabezas, natural de la Palma del Condado, residía en Huelva desde su jubilación en la Universidad de Kyoto, donde impartió clases de español y de cultura española y de donde era catedrático emérito. Reconocido como uno de los mayores expertos en cultura japonesa a nivel nacional, en junio de 2003 recibió la condecoración de la Orden del Sol Naciente otorgado por el Emperador de Japón a través de su embajador en Madrid.
Así mismo, en el año 1996 el Rey le otorgó la Encomienda de la Orden de Isabel la Católica en reconocimiento a sus trabajos de docencia y sus publicaciones.
El profesor Antonio Cabezas cuenta en materia de traducción al español con algunas piezas de primera importancia en la literatura clásica japonesa como 'Un puñado de arena', de Takuboku, 'los Cantares de Ise', 'Manioshu', 'Hombre lascivo y sin linaje', de Saikaku, y 'Jaikus inmortales'.
Además, también fue una figura destacada en investigación con publicaciones como 'La literatura japonesa' o 'El Siglo Ibérico De Japón: La Presencia Hispano-Portuguesa en Japón 1543-1643', además de numerosas participaciones en congresos.


EPITAFIO (D.Fernando Sánchez Dragó)

Iba a hablar hoy de Bono, flamante presidente del Congreso. Compartí con él y con su esposa, hace ya de eso muchos años, una curiosa y agradable aventura equina, perdidos los tres por los bosques hondureños y los enclaves mayas de Copal. Fue motor y testigo de ella el conquistador y almirante de Indias Miguel de la Quadra. Pero un asunto más urgente me obliga a dejar para otro día o para nunca ese relato.
Acaba de sonar el teléfono. Lo cojo y es Cristina, viuda ya, desde hace doce horas, de mi viejo amigo Antonio Cabezas, quien me dice, entre sollozos, que su marido ha muerto. Se nos fue ayer, explica, a última hora de la tarde, y a mí, pillado casi de improviso, se me estrangula el alma. Pone fin esa noticia a ocho lustros largos de intensa amistad.
Antonio y yo nos conocimos en Osaka, en la primavera o quizá el otoño del 67, al hilo de un congreso de hispanistas. Era él profesor en la Universidad de Estudios Extranjeros de Kioto, y siguió siéndolo hasta que treinta años después heredé su puesto. Fue él quien me lo pasó. Hablaba el japonés y conocía la cultura japonesa como si la hubiese mamado de niño en su patria chica de Huelva, a la que regresó tras jubilarse. Allí lo ha citado la Parca. Las campanas ultramarinas de La Rábida están doblando por él. También lo harán las de Buda y las del Shinto en Kioto. Ondee a media asta la bandera de la cultura nipona. Muy poca gente, acaso nadie, ha hecho tanto, en nuestro país, por ella. Gracias al infatigable quehacer de traductor de Antonio Cabezas, en Hiperión, adonde yo lo conduje, y en otras editoriales, los lectores españoles han podido acceder de primera mano, sin la estación intermedia del francés o el inglés, a muchos poetas clásicos y recientes del Japón eterno. A mediados de los noventa publicó la Universidad de Valladolid una obra de Cabezas colosal, hercúlea, inapelable, definitiva: El siglo ibérico en Japón. No es fácil encontrarla. La recomiendo encarecidamente.
Decir que Cabezas era, además, un hombre bueno, es decir poco. Bueno, simplemente, no. Era la Bondad, con mayúscula, encarnada en alguien a quien yo, si fuese Papa, canonizaría. No lo harán. Era Antonio, cuando lo conocí, jesuita con muchos pájaros de altura en la cabeza y no tardó en ahorcar los hábitos.
Siempre me fue, como lo fue con todos y yo lo fui con él, leal a machamartillo. Le debo mucho. Le debo, entre otras cosas, y ahí es nada, haber conocido a Naoko, que hoy es mi mujer, y que era alumna suya, como después lo fue mía, en la Universidad de Kioto. Le dije yo a aquella chicuela, a poco de conocerla, casi a portagayola, que me había encoñado con su cuerpo y con su alma. Hablaba aún ella a very poor Spanish, aunque lo estudiaba, y no entendió tan castiza y deslenguada expresión. Acudió entonces, con ingenuidad de cervatilla, a Cabezas para que se la aclarase, y vive Dios que el muy tuno lo hizo. Volvió encantada. Detalles así son los que mueven la rueca de la amistad.
Sobre el portón de acceso a la Universidad de Estudios Extranjeros de Kioto (en japonés Gaigo Daigaku) campeaba y campea una inscripción: Pax per linguas, hacia la paz por el camino de las lenguas. Yo, Antonio, pondría en tu tumba ese epitafio. Que no te pese.

Mi más sincera condolencia por un insigne onubense y para mi amigo Antonio Cabezas Reyes.

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