domingo, 13 de marzo de 2011

"El último Carnaval"

   Aquella sería su última oportunidad de tener una vida completamente nueva. La euforia revestía las calles y las gentes, pero ella parecía una mancha negra en un mundo luminoso y colorido. Tenía miedo, miedo de que llegara el momento. Su madre lloraba mientras cortaba su larga y rizada melena castaña. Ella también lloraba, pero en su interior, sin hacer testigos de su tristeza a los presentes. Su hermano mayor sabía que era el comienzo de una despedida y mantenía la mirada fija en la ventana, intentando no pensar en ello. La pequeña, sin embargo, torcía el gesto hacia su hermana, pues no comprendía qué podía ser tan importante como para destrozar el precioso cabello cobrizo que tanto adoraba. Puede que la alegría no solo la evitara a ella misma, también su familia era partícipe de la desolación. Miró el suelo, sobre el que seguían cayendo yertos mechones de pelo... Él tenía la culpa. Él y no podía ser otro. La culpa de todo era del caballero que habitaba a unas pocas casas de allí, en pleno siglo XIX era normal que los hombres fueran bastante más avanzados en edad que las muchachas que pretendían, pero su vejez no provocaba más que repulsas una vez supo de sus verdaderas intenciones para con ella. Debido a su influencia en toda la provincia, no podía rechazar sus ofrecimientos, sin embargo, de haberlos aceptado, estaría condenada a compartir el resto de su vida con alguien que la veía como a un trozo de carne jugosa... estaría atada a un lobo hambriento.

   -Ya está –su madre se secó una lágrima y permitió que se levantara de la silla para contemplarse.

   Así lo hizo, y apenas pudo creerse que aquel muchacho de pelo corto y ropas anchas y masculinas fuera ella. Su hermano le había prestado uno de los disfraces que había utilizado en años anteriores durante aquellas fechas; en ese momento y comparando a ese chico del pasado con ella, hubieran podido pasar por hermanos gemelos. Intentó sonreír.

   -Así no me reconocerá, madre, estoy segura! —pero nadie acogió con sinceridad aquel acto de falsa alegría.

   Su hermano siguió contemplando la oscura pero agitada calle a través del cristal, pero estaba segura de que la contemplaba en el reflejo.

   -Es la hora —dijo el muchacho, avisando de la llegada del indeseable.

   Era el momento. Su madre la abrazó sin miramientos y su hermana la imitó segundos después. Él esperó a que la efusión de amor femenino se hubiera disipado para acercarla con ímpetu a su pecho.

   -Ten cuidado —dijo con la voz quebrada, procurando mantener la compostura.

   Ella no dijo nada, pero cuando sonaron unos golpes en la puerta de la entrada, salió corriendo con los ojos puestos en su hermano, sin cuya protección no era capaz de imaginarse. Su familia hubiera sido mucho más feliz con ese casamiento, hubiera podido vivir como antes del fallecimiento de su padre y su madre no tendría las preocupaciones propias de una viuda.

   Su hermano bajó también las escaleras para dar la bienvenida al pretendiente mientras ella desaparecía en la oscuridad por la puerta trasera.

   -Buenas noches... -logró escuchar que decía aquella voz que tan malos recuerdos le traía.

   Pero ya no debía preocuparse el carnaval la salvaría. Él la acogería entre sus brazos y la escondería entre disfraces y máscaras de aquel compromiso. Carnaval, cogería a las gentes y las haría danzar a su alrededor hasta hacerla invisible, conseguiría incluso que algo de su alegría se contagiara y la luz de la luna la emborrachara con la idea de que empezaría una nueva vida junto a unos familiares que habían acordado encontrarse con ella en la plaza. Incontables jóvenes trataron de rociarla con agua desconocedoras de su verdadera identidad y ella, por no ser menos, les lanzaba miradas malhumoradas mezcladas con picardía, un gesto que con frecuencia se encontraba en los auténticos muchachos. Era una mezcla de libertad otorgada por la protección del disfraz lo que hacía de aquellas noches frenéticas e inusualmente descaradas, lo que ofrecía a los onubenses una alegría que únicamente se alcanzaba a través de lo pagano.

   De repente una voz clamó su nombre sobre la fiesta. Era él, que la buscaba. Al momento trató de cubrir su cara con los rizos de los que había sido desprovista hacía poco, y entonces, comprendió que no tenía que temer gracias al abandono de la propia identidad que caracterizaba al Carnaval. Se lanzó a los brazos de una chica que creía haber visto alguna que otra vez paseando por el pueblo, pero que de seguro no la reconocería, y bailó con ella hasta que el frío la obligó a detenerse y buscar cobijo entre los brazos de su hermano. Recordó con tristeza que eso ya no era posible y, como su pareja de baile había encontrado a otro dispuesto a divertirla, ella buscó entre el gentío que gritaba y cantaba a algún alma solitaria. Agarró la mano de una mujer que parecía buscar algo para invitarla a unirse a la fiesta, pero cuando se giró, resultó ser su prima, con quien había acordado encontrarse. Al reconocer la similitud entre sus rasgos, la abrazó con fuerza y ella la correspondió a pesar de su disfraz.

   -¡Pronto, padre os espera¡ -le dijo sonriente. -Pronto,

   La condujo hasta un carro escondido en una calle poco concurrida. Subió a él, y antes de saludar a quien la había salvado de un futuro triste y desdichado, se despidió de su gente con la mirada, de la música que las invadía, del olor a muchedumbre que a nadie molestaba, de los colores, de la alegría despreocupada, pero sobre todo, se despidió de su Carnaval.

Natalia Gallego Heras (Getafe)

Primer Premio Infantil del I Certamen Literario del Carnaval Colombino

Fuente: carnavalcolombino.com

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