domingo, 4 de octubre de 2009

1895-UN CICLON AZOTA HUELVA



Corría el año de 1895 y tan solo en los dos primeros meses del año se habían recogido más precipitaciones que en todo 1894, el mal tiempo era la comidilla de la ciudad de Huelva, así como de los pueblos de su provincia y las provincias limítrofes de Sevilla y Cádiz, en donde el temporal también se sació con las desventuras.


En las reuniones, en la prensa, en todas partes y en cualquier momento de cada día estaba presente el temporal y la eterna pregunta; ¿Cuando acabará esto?.


El 10 de marzo de 1895 sobre las nueve de la mañana, la vieja Onuba recibió uno de los ciclones más devastadores que recordase paisano alguno y que reino hasta bien transcurrido el siguiente día.
Transcribimos la narrativa de lo acaecido según se contó en el diario La Provincia en su edición del martes 12 de marzo del mismo año:




(Foto: corresponde a la primera mitad del s.XX. Bda. de la Reina Victoria con la carretera de Sevilla que trascurre hacia la Isla Chica. Se aprecia un puente sobre el terreno de la carretera por donde entraban las aguas, a la izquierda el campanario del Sagrado Corazón, construido en 1929)


EL CICLON DE ANTEAYER


   No hemos conocido día más imponente que el de anteayer.
Desde las nueve de la mañana viose que el viento Sudeste que había corrido desde temprano enviando algunos chubasco, se iba acentuando de tal manera, que a las once se hizo tan violento que causaba temor, oyéndose constantemente ruido de persianas, vidrieras y cristales de las farolas del alumbrado público que se rompían, unido al sordo rumor que producía la mar.



De doce a una se hizo el aire tan violento, que era difícil transitar por las calles so pena de ir expuesto ha ser derribado o a seguir el rumbo que le marcara el viento.
Como se hiciera tan perceptible dentro de la población el ruido del oleaje del río como si fuese embravecido mar, salimos con ánimos de asomarnos al muelle a ver el aspecto del río, que desde luego suponíamos imponente.



Al llegar a la calle Almirante H. Pinzón, vimos gente que retrocedía deprisa trayendo la alarmante noticia de que el río entraba ya en la población.
Efectivamente: al llegar a la esquina del cuartelillo de carabineros vimos la dificultad que había de pasar adelante, pues las calles Odiel y Gibraleón estaban cubiertas de agua, uniéndose esta con la de la entrada de la calle Almirante H.Pinzón. (Se hace alusión a las calles que a día de hoy mantienen dichos nombres y que trascurren paralelas a la actual Avda. de Federico Molina, en la zona de la Isla Chica. De la calle Almirante H. Pinzón  hasta la calle Gibraleón se traza una línea recta pasando por lo que en aquel entonces no existía, la iglesia del Sagrado Corazón y terminando en lo que conocemos hoy como Los Cuartelillos, en la calle Roque Barcia).  
Como la explanada del candelabro está algo más elevada así como la entrada del paseo del muelle, logramos pasar allí vadeando la corriente que se precipitaba por lo último de estas calles.
El espectáculo que se nos ofreció a la vista desde dicha explanada era imponente, pudiéndonos mantener en dicho sitio con gran trabajo, pues el aire casi nos derriba. 

El Odiel era un inmenso hervidero: sus olas gigantescas eran arrebatadas de la masa líquida por los torbellinos de aire que, elevándolas a gran altura, las arrojaba con fuerza a grande distancia, al mismo tiempo que parecía querer escupir de su seno un sin número de pequeñas embarcaciones que parecían saltar por el muro de la rampa.
Todos los barcos que se encontraban anclados en ese espacio de darnesa que forma el río entre el muelle del puerto y el de Río-Tinto, rompiendo uno de sus amarres y cadenas, otros garrando sus anclas, se habían precipitado sobre el muro antes dicho y sobre el muelle de hierro, chocando de modo violento, haciéndose pedazos sus cascos y tronchándose sus palos y antenas.
Las barandas del muelle de hierro se doblaban y partían en grandes trozos a tan terribles topetazos, y del maderamen del piso saltaban en grandes astillas los tablones.


(Foto: Detalle del muelle de Río-Tinto, al fondo de este la Estación de Sevilla. Final s.XIX y primeros s.XX)

Como monstruos salidos de aquel mar hirviente, veíanse a algunos hombres luchando a brazo partido con los elementos por salvar el barco, que constituye toda su hacienda o en cumplimiento del deber de defender los intereses a ellos confiados.
Un falucho de Ayamonte con carga de cal, al ser esta mojada, producía humareda grandísima, formando terrible contraste aquel simulado incendio.

Algunas balandras, candrais, laúdes y faluchos estaban ya en el fondo dejando ver los palos y jirones de su velamen, cuando nos retiramos de este punto, para ver lo que sucedía por la parte del muelle de madera.
Un tren sin máquina. Un bote en el paseo. Un kiosco de viaje.



(Antiguo Paseo del Muelle, primeros s.XX)

Cuando fuimos a tomar la entrada del paseo del muelle, sentimos detrás el ruido del tren de Zafra que venía como de la Estación de Sevilla, viendo con asombro, que eran solo tres vagones que corrían empujados por el viento hacia la Estación de Zafra.
La cancela estaba cerrada haciéndola añicos del topetazo que sobre ella dieron los vagones, entrando así en la estación.

Cuando dimos vista al paseo del muelle nos convencimos que era imposible pasar adelante. El río lo cubría por completo hasta la altura de los asientos de los bancos. En uno de los primeros de estos nos subimos, pues el agua seguía avanzando, cuando observamos que por paso que conduce a los talleres de la línea de Zafra salía nadando un bote el cual quedó varado en mitad del paseo, y el kiosco que sirve para la venta de los billetes de baños salía también nadando, muy tieso, sin volcarse ni nada, yéndose contra el restaurante de Vedia.



(Estación de Sevilla, 1901)

La estación de Zafra

A la Estación, propiamente dicho, no llegó el agua; más los jardines de las oficinas eran un lago en el que sobresalían cipreses, araucarios, rosales y otros arbustos: era aquello el mar del Sargazo.
La cochera, talleres, fundición y algunos almacenes estaban anegados. El muelle de esta Compañía estaba completamente cubierto por las olas, viéndose encima de el el vaporcito América, que había roto las amarras y había quedado varado sobre el muelle, estando en el mismo estado dos o tres balandras y algunos botes.
Allí vimos al director, señor Soto, y al ingeniero, señor Olanda, dando las convenientes disposiciones para que los barcos no quedasen sobre el muelle al bajar la marea, y para evitar que el agua no arrastrase varios millares de traviesas que están apiladas en el terraplén y que el agua casi las cubría. 



(Antigüa Estación de Zafra)


Al muelle de hierro

Cuando la marea comenzó a bajar y a descender la inundación del muelle, logramos pasar primero el muelle de madera, que era un depósito de broza, lona y otros despojos que en el habían dejado las aguas.
Ya en el muelle de hierro el espectáculo era imponente. Con suma dificultad podía por el transitarse. Cubrían la vía antenas, palos y velas hechas jirones de los diez o doce barcos que se habían hecho astillas chocando contra el.
La baranda de hierro de la parte Sur, estaba destrozada por completo y la casetilla del guarda-aguja derribada y hecha pedazos.
En la plataforma encontrábanse el Ingeniero director, don Luís Moliní, como capitán en el puente del barco, dando órdenes al jefe del muelle, señor Fernández y a dos o tres docenas entre buenos obreros y bravos marineros, trabajando como leones, los primeros en la defensa del muelle de las embestidas  que le daban los barcos contra el aconchados, y los segundos, embarcados unos en el vaporcito y otros en los botes, hacían heroicidades inútiles luchando con las olas, sin poder conseguir el objeto que se proponían, cual era separar a remolque las embarcaciones que chocaban contra el muelle.



(Muelle de Río-Tinto, primeros s.XX)

¡Se salvó!

El río vaciaba con extraordinaria corriente la inmensa cantidad de agua que el fuerte viento y la marea había hecho entrar.
El viento, no cejaba en su furia y siendo contrario a la corriente, la batía, produciendo en el canal del río oleaje imponente, que solo podía apreciarse en toda su importancia, desde donde nosotros estábamos, sobre la plataforma del muelle.
Los capitanes de los buques atracados al muelle discutían con el señor Moliní sobre la mejor manera de asegurar sus buques, pues temían que la venidera marea, de no cesar el fuerte viento, les había de dar que hacer.
Todo los buques anclados en el puerto tenían los hornos encendidos y las máquinas en disposición de funcionar para defenderse caso de faltar las cadenas, solo los atracados en el muelle tenían los fuegos apagados, confiados a que se asegurarían bien al muelle.
En la forma y manera como se había de hacer más seguro e amarre estaban ingenieros y capitanes, cuando oímos grande vocerío por la parte estribor del muelle. Nos asomamos y vimos venir con rapidez vertiginosa, impulsado por la corriente, un botecillo pequeño, para la pesca por los esteros, y en el un joven como de 22 años, que con los remos pretendía dar dirección al botecillo para sesgar la corriente. Esta le precipitaba contra el muelle, corriendo gran peligro si tropezaba con alguna de las columnas. 
Como por encanto vimos a los obreros del muelle sobre la baranda tirar varios cabos salva vidas, para que al pasar el del bote por debajo del muelle cogiese alguno de ellos, como al fin lo cogió; pero amante el pescador de su bote, en el que iban las redes y aparejos de pesca, pretendió salvarse el conjuntamente con el bote, y al tomar el cabo trato de afianzarlo al bote.
Al tironazo de la corriente el bote gira con rapidez, choca de costado con una columna, salta en astillas que arrastra la corriente, se siente el cabo suelto y no vemos al hombre: ¡se ahoga! exclamamos todos. Los tripulantes de una pareja dan voces, y por señas dicen que el pescador se encuentra cogido a una columna, más desde arriba no se le ve y es imposible tirarle un cabo.
Hay momentos de angustia. A un hombre que viene hace tiempo luchando con los remos contra la furia de la corriente no debe quedarle mucha fuerza; la columna gruesa y difícil de abarcar con los brazos y el fuerte oleaje bien pudiera de ella arrancarlo.



(Vista parcial del puerto y Muelle de Río-Tinto, primeros s.XX)

Un valiente obrero salta la baranda con un cabo en la mano, e inclinando el cuerpo hasta poder mirar por debajo del muelle, logra ver al naufrago, y echándole con acierto el cabo, aquel lo coge, y tirando de arriba, logran ponerlo en salvo.
Solo supimos que era hijo de un tal tío Pepe Luís, que habita en la calle de La Palma.
El muchacho corrió hacia el dique por si lograba encontrar allí restos de su embarcación y artes de pesca.



(Inundación del muelle de Larache en 1926, Huelva)

La riada

Ya por agua  del río que asaltara por algunas partes la población, ya también por el agua llovida, se inundaron todas las partes bajas, principalmente las calles Tendaleras, Duque de la Victoria, Zafra, Rafael Guillén y otras muchas, produciendo no pocos perjuícios en algunos almacenes y casas particulares que se arriaron.
La fuerza del viento arrancó algunas monteras de cristales, y algunas paredes de edificios se vinieron a tierra.
El domingo 10 de marzo del presente año ha de ser fecha no olvidada en Huelva. Personas de más de sesenta años aseguran no haber conocido otro igual.

De los que más perjuicios han sufrido en la bahía, son; la señora viuda e hijos de Rodríguez, que creemos son tres los barcos que se le han destrozado e ido a pique; la señora viuda e hijos de Duclós, y don Rafael Manzano.
Los demás barcos perdidos son el laúd San José, de Cartaya; un falucho de Ayamonte cargado de cal, y otros, hasta el número de 12.


(Inundaciones del puerto en 1962)


Al vaciar el río veíanse arrastrados por la impetuosa corriente algunas vigas del depósito que don Gustavo Baranda tiene en el Molino de La Vega, palos y despojos de barcos, leña de montes y sin número de carneros, cerdos y alguna res vacuna.
En la ensenadilla del Dique recogieron algunos marineros varios carneros y un cerdo.
Sin duda el río al cubrir casi por completo las marismas desde Huelva a Gibraleón, ahogaría bastante ganado que arrastró en su descenso. 

En el casco de la población volaron muchas chimeneas, tejas, ladrillos, cornisas y algunas monteras de hierro y cristal, cayeron algunos cobertizos y varios muros, se rompieron infinitos cristales, y en las inmediaciones de la población, y aún dentro de ella, en huertos, corrales y jardines, el viento hizo muchos destrozos, arrancando muchos árboles y arbustos; por fortuna no ha habido que lamentar desgracias personales, por lo menos nosotros no conocemos ninguna.

En el jardín de la casa de Riera (La Placeta), arrancó el viento una grande y hermosa palmera.



(Avda.Hispanoamerica. Inundaciones del puerto en 1962)

Como se temía que la marea de la noche había de ser todavía mayor, la pasaron en vela todas las familias que habitan los pisos bajos en las calles que fueron inundadas durante el día, más por fortuna, la marea, aunque correspondía en el orden natural ser mayor, no lo fue; pues el viento no fue tan fuerte y además había rolado hacia el S.O. no metiendo por consiguiente en el río tanta agua, alcanzando en su altura máxima 25 centímetros menos que la anterior.

En la mañana de ayer, sin haber dejado de soplar con fuerza el viento, se había llamado hacia el Oeste, limpiando de nubes el horizonte, rápidamente empujadas hacia el E.


(Vista parcial nocturna del Muelle de Río-Tinto en la actualidad)


2 comentarios:

maratanasius dijo...

Continuar en esta linea, me interesa mucho la historia de mi ciudad y estos artículos de hemeroteca ademas de interesantes son amenos, os animo y os doy las gracias.

Me gustaría tener noticias de Huelva de principios del siglo xx a los años cincuenta, fecha en la que comienza el gran destrozo de esta ciudad.

Anónimo dijo...

El cielo lloraba durante el entierro de los 22 mineros de Sotiel.

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