lunes, 22 de septiembre de 2008

CARNAVALES EN HUELVA EN EL S.XIX

Una de las cosas que más caracteriza a los pueblos son sus diversiones, y entre éstas, así en los tiempos antiguos como en los modernos, descuella en primer lugar esa fiesta semi-pagana que se celebra en el domingo de quicuagésima con el nombre de Carnestolendas o Carnaval.

No parece sino que entre las gentes se pierde la razón y se posesiona la locura desde muchos días antes en que la señala el calendario.

Aquí, en Huelva, era costumbre, desde el mes anterior, dar bromas pesadas, ellas a ellos y viceversa, tomándose confianza de tal índole que en otros días pudieran parecer repugnantes y vergonzosas.

Las criadas de servicios, por ejemplo, y otras muchachas de la misma clase social, perseguían a los caballeros, corrían tras de ellos para quitarles una prenda cualquiera, el pañuelo del bolsillo, el reloj, la copa o el sombrero, conseguido lo cual iban a la confitería, si estaba a mano, a la tienda de comestibles más cercana, y empeñaban la prenda por algunas golosinas, caramelos o castañas pilongas. Naturalmente, los hombres esquivaban el compromiso y, cuando se veían cogidos por ellas, procuraban desquitarse dándoles empujones y , a veces, intentaban meter sus manos en los ocultos pechos.

Pero mientras eso hacían las criadas de servicio, las señoritas mejor educadas, unas en las ventanas, que entonces eran salientes y con celosías, y otras en los balcones, también se tomaban confianza y se daban bromas de mal género. Las de las ventanas con un guante lleno de serrín o de arena, amarrado en na caña o palo, tocaban el hombro al caballero por allí pasaba y, cuando este se volvía para ver a la joven que le había tocado, ésta alzaba el guante y con el le daba una bofetada en el rostro. Las de los balcones, en vez del guante, usaban unos saquitos llenos a veces de tierra y amarrados por la boca una cuerda larga, los dejaban caer sobre las cabezas de los transeúntes, derribándoles el sombrero y, por consiguiente, produciéndoles en alguna ocasión fuertes contusiones en la cabeza; mientras que otras más ocultas, se aprovisionaban de un latón vacío, lo rellenaban de cáscaras o conchas de berdigones o almejas y, arrollándoles una cuerda sujeta al balcón, lo dejaban caer dando vueltas y produciendo un ruido de dos mil demonios, asustando así a los que por debajo pasaban.


Pero cuando se desbordaban las bromas era en esos tres días de carnaval, domingo, lunes y martes, en los cuales se llegaba al frenesí de la locura, pues los hombres montados en carros, con grandes tinas de agua y provistos de jeringas, las cargaban con el expresado líquido que lo dirigían a las señoras que estaban en los balcones y en las ventanas, mientras que ellas, armadas igualmente del mismo instrumento, lo descargaban sobre ellos produciéndose un tiroteo de chorros de aguas, en esa especie de batalla campal, que todos ponía como patos desde los pies a la cabeza y dejándolos en estado tal como presuntos candidatos a grandes enfriamientos, y tal vez como aspirantes de inmediatas pulmonías.

Más tarde se fueron mejorando esas costumbres tomando la fiesta un carácter más culto, pues salía con música el dios Momo en una carroza adornada suntuosamente y rodeado con sus locos servidores, con trajes muy vistosos; y de los balcones se arrojaban papelillos de colores y confetis.

También recorrerían las calles de la ciudad otras varias comparsas de estudiantes, marineros y mujeres, unas con guitarras y flautines, otras con trombones y las últimas con panderetas, cantando coplas alusivas a lo iban representando y, a veces, picaban en asuntos políticos.

Sin embargo, no faltaban tampoco mamarrachos sueltos con sus gracias repugnantes por asquerosas o sucias. Por ejemplo: una pareja simulando un matrimonio, el en calzoncillos y ella en camisa, llevaban dentro de un canasto una escupidera de vino blanco con trozos de churros o tejeringos, y fingiendo hacer la "caca", la representaban haciendo orines y excrementos, y el marido con un cucharón ofrecía parte de contenido a los espectadores.
Como ese ofrecimiento no era más que una pura fórmula, se lo repartían después ambos cónyuges y marchaban con una gracia mohosa a otra parte.

Pero terminada la fiesta del Carnaval y entrada ya las gentes en plena Cuaresma, después del Miércoles de Ceniza, en el que nos recuerda la iglesia que somos polvo y en polvo nos hemos de convertir, vuelve a reproducirse la función pagana con igual locura. Su única diferencia consiste en que por la noche suele haber algún baile y al final de este se rompe la piñata llena de confituras. El Carnaval en esencia, siempre fue lo mismo: desenfreno y diversión.



Agustín Moreno Márquez (Publicado en el diario "La Provincia" en 1918).

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